Año 1977, Jaén. Ese niño que ejerce de profeta en la hornacina de la pared, soy yo. Tenía 12 años y los chicos que imploran bajo mis pies, son mis compañeros del colegio.
Nunca he sabido de la existencia de la primera foto y cualquier recuerdo de lo ocurrido ese día de la hornacina en la pared estaba totalmente borrado de mi memoria. De la ceremonia de crucifixión si que guardaba un vago recuerdo pero, tan vago, que siempre he dudado de su realidad. Ha sido gracias a uno de esos compañeros del colegio que ha tenido la buena idea de subir las fotos a Facebook, que he podido recuperar estos momentos perdidos desde la adolescencia. Pero vamos al grano. Las siguientes dos fotografías están tomadas 30 años después. Resulta desconcertante la increíble similitud en el contenido de estas imágenes con las dos anteriores. La improvisada elección del hueco en la pared, de dimensiones y altura desde el suelo similares a la hornacina de la foto de 1977 en la primera toma, y la firme decisión de quererme inmortalizar con los los brazos en cruz en la segunda, tal cual sucediera en el patio del colegio cuando era un niño, me hace pensar que ambas atípicas y extravagantes actitudes no han sido fruto de la casualidad.
Reflexiono sobre la hipótesis de que sendos posados fueron imaginados en mi mente de manera inconsciente debido a la posible asociación interna entre mi memoria profunda y mi estado de conciencia natural. Creo que, sin saberlo, todos guardamos en nuestro cerebro información muy lejana en el tiempo, información que, seguramente, en su momento fue retenida en nuestra memoria porque era importante para nosotros. (A un niño no lo crucifican todos los días). Luego, sin embargo, diversos factores puramente biológicos intervienen en la reordenación de esa información hacia capas muy profundas de nuestro pensamiento. No me cabe otra explicación. ¿Por qué iba a yo a querer meterme en una hornacina o hacerme el crucificado, y para más INRI, hacer ambas cosas en el mismo día?
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